El Acantilado

Los gallos ya habían cantado, pero no me despertaron.
Los escuché y volví a desvanecerme, media consciente. De pronto, sentí cosquillas en mi estómago por caricias entre mis piernas, pero no me moví. Sus dedos permanecieron allí sólo por unos segundos. Luego subieron y se deslizaron por debajo de mi ropa hasta mi vientre y mi ombligo. Se quedó ahí por algunos minutos y me moví un poco para ver si así se detenía, aunque se sentía bien. Pero no se detuvo. Me acosté sobre mi espalda y posé mis manos y brazos en mis pechos por sobre mi camiseta, ya que no tenía puesto brassier que los protegiera. Pero ni siquiera lo intentó. Las puntas de sus dedos siguieron por mis brazos, mis manos y mi cuello, hasta llegar hasta mi rostro. “Remarcó” los límites de mi rostro y luego lo acarició como si fueran pétalos. Sólo su índice marcó mis labios, los rellenó y los abrió… Tal vez quería besarme. Pero creo que dudó. Siempre dudó conmigo. Incluso cuando sólo me lancé, como si fuera un acantilado. Mi peso me sumergió y golpeé mi cabeza contra las rocas. Sentí como si estuviera ahí pero no realmente. No reaccioné sino hasta que pude salir a la superficie, cuando las algas me soltaron. Cuando tú me dejaste ir. Nadé hasta la orilla sin abrir los ojos. Y ni siquiera por mi vida, sino por la calidez que me esperaba en la arena, necesitaba sentirla después de la eternidad que fuiste…

Me recosté aún ahogada, como pez fuera del agua. Pero el mar que fuiste nunca fue hogar para mí.
Y mi pecho siempre estuvo para ti. Incluso cuando no me hacías sonreír.

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